Cuando veo el escenario por venir, solo veo impunidad y complicidad.
Un niño se hace muchacho,
un muchacho se hace hombre
y ese hombre se une a una mujer
que fue muchacha y antes niña,
ambos hijos de alguien.
Mi familia es grande. Somos más de cien por un solo lado, y gracias a la Tiranía Socialista instaurada por obra y gracia de la estupidez humana aquel 6 de diciembre de 1998, ahora estamos regados por todo el mundo. Estamos en tres continentes y en América estamos en las tres, en el norte, en el centro y en el sur; incluso en las islas de Caribe.
ALBERTO.
Un día se levantó Alberto, un venezolano cualquiera, quien tiene dos hijos y esposa; la situación del país por muy optimista que sea se está complicando y es hora de tomar decisiones; más cuando todo lo que no quería que pasara, estaba pasando, en lo político, en lo económico y en lo social.
Tiene casa propia y carro, comprados con su esfuerzo. Ambos hijos estudian en la Universidad, pagado con el trabajo de él y su esposa. Trabajo honrado.
Tiene cierta estabilidad, algo de holgura. La economía declina con rapidez; Venezuela entró en hiperinflación a finales de 2016 y eso no es algo que nadie pueda soportar con facilidad por mucho tiempo.
Toma la decisión de irse del país. Venderán la casa que todavía están pagando, el carro que tanto necesitan, tomaran los dólares que fueron guardando para sus viajes y emergencias y buscarán un nuevo hogar.
Anuncian a su familia que se van, ya cuando los pasajes y las fechas están asegurados, y un día cualquiera, toma sus maletas y parte al aeropuerto, con la esperanza puesta en Dios y en su nuevo destino. A donde va, su experiencia no vale nada, su edad no ayuda y sus fondos son muy limitados.
Se persigna ante Dios y a él se entrega. Cierra la puerta del que fue su hogar y se monta en un taxi rumbo al aeropuerto. Su auto y muchos de sus bienes ya están en manos de otros. Falta negociar la casa. Al cerrar la casa antes de partir, siente un algo extraño, no lo puede describir con precisión, y no es momento de hacerlo.
En el taxi van él, uno de sus hijos y su esposa. Su otro hijo ya había dejado el país con un rumbo diferente. Su amada esposa no viajará por ahora, se queda en Maracaibo; ella debe vender su casa y garantizar algunos recursos para la estancia inicial de ambos en tierras extranjeras.
Madrugan, pues las ridículas normativas de seguridad en los aeropuertos te obligan a estar mínimo tres horas antes de abordar. Estamos en tiempos pre-pandémicos; corre el año 2018.
Se chequean él y su hijo, entregan las maletas, y con los Boarding Pass y los Pasaportes en mano tratan de estirar al máximo el tiempo.
Cuando hacen la primera llamada de abordaje mira a su esposa con tristeza, y ella lo mira a él. Se dan un largo abrazo y a ambos se les humedecen los ojos. Su hijo observa. No es un niño, pero igual siente. Sigue viviendo con sus padres, así que, desde que nació su madre ha estado a su lado; hasta ese momento.
Hacen el segundo llamado. Vuelve a abrazar a su esposa, mira a su hijo y le dice, "ya es hora". Le da un largo beso y se da vuelta, caminando decidido hasta el área abordaje de vuelos internacionales. Su hijo le sigue, después de despedirse de su madre.
Ambos esperan un rato en una larga fila, ya que se depende de una decisión muy “personal” del funcionario de turno, hasta que por fin llegan a la ventanilla. Cumplen los protocolos y luego se acercan a la fila de abordaje.
Ingresan al avión, con destino al sur del sur de América, Buenos Aires Argentina; toman asiento, aseguran sus pertenencias y sus cinturones. Miran con tristeza a través de la claraboya del avión, tratando de ubicarla a ella en alguna ventana. La ven, y se despiden sin que ella pueda verlos.
Con más de veinte años de matrimonio, nunca se habían separado por tanto tiempo.
Cierran puertas, ordenan abrocharse cinturones y las azafatas hacen las rutinas de atención de situaciones de emergencia. El avión comienza a moverse y apenas comienza a amanecer.
El avión se mueve buscando pista. Los corazones laten con fuerza. No son los únicos en esa condición de despedida del terruño. La emigración venezolana producida por la crisis explotó luego de Julio del 2017, cuando las esperanzas de millones fueron negociadas por curules y algunas maletas y bolsas de billetes verdes.
El viaje es largo. Estar metido en una lata de aluminio soberbiamente ruidosa, con todos tus pensamientos y sentimientos contenidos, con ganas de tomar un paracaídas y a tu muchacho y decir "lancémonos de retorno campeón, volvamos a Venezuela". No sucede. Sigues ahí, mirando por la claraboya al exterior, viendo como tus sueños se desvanecen con la distancia, tus sentimientos se atiborran y quieren salir en diversas formas. Lo más importante, lo que te mantiene allí, lo que te hizo abordar, lo que te obligó a despedirte sigue contigo, la esperanza en una nueva y buena vida.
UN NUEVO COMIENZO
Haciendo algunas llamadas antes del viaje habían ubicado una pequeña hostería en la que permanecer por algunos días, mientras ubicaban sitio para vivir y sobre todo, trabajo. Argentina en 2018 era un país que estaba recibiendo un flujo migratorio de venezolanos muy importante, sobre todo por el hecho que sus leyes migratorias son poco restrictivas, las limitaciones para permanecer y trabajar son escasas, lo que hacía que la permanencia en ese país no fuese complicada.
De hecho, trabajar legalmente fue uno de los factores más importantes para abordar ese avión.
Llegaron a Buenos Aires, y en vez de tomar un taxi hasta su sitio de alojamiento, tomaron un colectivo (autobús con aire acondicionado), cuyo costo es el diez por ciento del costo de un taxi. El colectivo los dejó en el centro de Buenos Aires, muy cerca de la hostería donde se alojarían. Descansaron un poco, y a primera hora del día siguiente, todavía con las maletas hechas, salieron en busca de un sitio para vivir.
La búsqueda de un nuevo sitio para vivir, en esas condiciones es complicado. Una de las cosas que normalmente la gente decente hace, es buscar adquirir un techo propio. Cuando lo logras, muchas de tus preocupaciones se desvanecen, pues al tener asegurado el techo, el sitio donde vivir, por lo menos el 30% de tus necesidades están resueltas. Salir a buscar un sitio donde vivir, sin tener ninguna garantía, es devastador, y es mucho peor cuando te ves obligado a dejar algo tuyo: Es una apuesta en blanco.
Luego de varios días, consiguen un sitio donde vivir, amoblado de manera muy sencilla; es un sitio compartido con otros venezolanos. Ninguno se conocía, pero la situación los motiva a hacerlo. Tienen para los dos una habitación; la sala, la cocina y el baño son compartidos, como es compartido el arriendo.
Teniendo ese asunto resuelto, es hora de buscar trabajo.
Con el teléfono, en las páginas de ofertas de trabajo, preguntando aquí y allá, consiguen ambos trabajo, luego de mucho buscar. Uno será vigilante en un restaurante, y el otro, el hijo, será mesero en otro. Ambos trabajos están relativamente cerca del sitio de residencia.
No manejan las costumbres locales, pero toca adaptarse; la forma de hablar, a pesar que es el mismo idioma, presenta sus notables diferencias.
Con decencia y mucha calma, recomienzan sus vidas casi de cero. El hijo espera estudiar en la universidad, pero eso hay que tramitarlo con calma. Las Universidades Argentinas son públicas, y no presentan muchas restricciones para las inscripciones de ciudadanos de otras nacionalidades.
Ahora hay que garantizar todas las condiciones para que la mamá pueda irse hasta allá. Llevará un tiempo, estarán divididos por una inmensa distancia.
UN VACIO CONSTANTE
Emigrar cuando lo haces obligado por alguna razón, como lo hemos hecho millones de venezolanos, significa desprenderte de tus costumbres, de tus cosas, meter lo que puedas en una maleta, y dejar lo demás. Separarte de tu familia. Todos los emigrantes llevamos una vacío constante; es la falta de aquello que perdimos, nuestro hogar. Es un vacío con el que hay que aprender a vivir, pues nunca se va.
Es difícil olvidar una mañana de domingo en casa de tus padres, desayunando en familia; o un fin de semana en los Andes venezolanos, o el cumpleaños del tío, o la Primera Comunión de un primo. Las playas de otros lados nunca son iguales a las de tu país. Es triste mirar al pasado y recordar los momentos que compartiste con tus amigos, tomándote unas cervezas, mientras veían un partido de beisbol.
Como olvidar al señor de la tienda, que te vendía la charcutería y el queso, y que estando en el exilio te enteraste que lo mataron por negarse a pagar una vacuna (extorsión) o al panadero; cuando entras a un Súper Mercado siempre imaginas conseguir los productos que comprabas en Venezuela.
Solo queda la esperanza de retornar algún día, y podernos reencontrar con aquellos que dejamos atrás, volver a nuestros espacios, caminar de nuevo nuestro país. Esa necia esperanza es lo que queda luego de partir del terruño.
¡En Dios Confío!
Alexander Acosta Guerra
Activista Político y exiliado venezolano.
Barranquilla 21 de agosto de 2021 siendo las 20:30
Con la colaboración de “Alberto”.
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